Una noche de diciembre, sin previo aviso, el árbol apareció iluminado en todo su esplendor, como si unos gnomos benéficos hubieran estado trabajando en la sombra durante días sin que nadie se hubiera apercibido. En el barrio, un lugar de los llamados de extrarradio donde los días se sucedían sin grandes penas, pero sin pizca de gloria, todos miraban sorprendidos y comentaban entre sí el extraño fenómeno.
La verdad es que el abeto era enorme y destacaba entre todos los árboles del vivero como un príncipe oriental en su serrallo. El llamado vivero era un sitio cerrado y misterioso, lleno de senderos sombríos entre tilos, acacias y castaños de indias que ocultaban máquinas colosales que a los niños nos parecían monstruos de otro mundo, cuando entrábamos sin ser vistos a ese ámbito prohibido, pero no eran más que las que Obras Públicas empleaba para extender la brea y la grava por las carreteras del contorno.
En el barrio nunca habíamos visto bombillas de colores, eso quedaba para las calles del centro, más allá del puente romano que nos unía y nos separaba de los otros, aquellos que contaban con el favor de los próceres y tenían baldosas de colores en las aceras y una fuente en forma de cascada presidiendo una de las plazas principales. Nosotros teníamos aceras de cemento, con rayas marcadas a cordel que utilizábamos para jugar a las películas o para pintar un lunes con un trozo de yeso encontrado. Por eso los vecinos se hacían de lenguas sobre qué mosca les habría picado a los que mandan para gastarse dinero en iluminar el gran abeto y coronarlo, oh, suprema finura, guinda definitiva, con una gran estrella y su cola consiguiente de cometa.
“Será qué les sobra el dinero”, comentó Chon, la del piso principal, esa que nos pinchaba los balones si teníamos la mala suerte de que se encajaran en su balcón.
“Eso es que nos lo quieren salir con otro impuesto”, aventuró Joaquín, el del bigote a lo Omar Shariff, con ese aire de suficiencia del que aparenta saber más que los demás.
“Vaya tontería, con eso nos quieren contentar. Ya podían arreglar las calles, que están que da asco”. Eso oímos proferir a la Patro, la que tenía gente de pensión y, decían las malas lenguas, huéspedes especiales de los de una noche o solo un rato.
En el barrio la gente era desconfiada y poco dada a agradecer las dádivas sin tratar de mirar debajo de la alfombra por ver si aparecían las vergonzosas barreduras de lo infame. Y es que la gente humilde aprende pronto lo de que nadie da puntada sin hilo, ni duros a cuatro pesetas, y eso hace que reciba los regalos con el recelo del gato escaldado ante el jarro del agua fría.
Cada noche se repetía la misma escena: los vecinos salían a las ventanas, o coincidían en la escalerilla que daba a la avenida, y volvía la cantinela de las frases quejosas o sarcásticas.
En Nochebuena todo el mundo se había ido acostumbrando a las bombillitas de colores y al ramalazo luminoso de la estrella. Los comentarios eran menos frecuentes y empezaron a tender a la benevolencia. “Bueno, al menos se han acordado de nosotros”, decía uno. Y otro respondía: “A lo mejor esto es solo el comienzo”. “Dios le oiga señora Gertrudis”, decía un tercero.
Para fin de año, los vecinos tomaron las uvas mirando desde casa las lucecitas, e incluso algunos se animaron y salieron con los transistores a celebrar las doce campanadas frente al árbol engalanado. “Como en la Puerta del Sol”, dijo al día siguiente el señor Joaquín, el de la tienda, que tenía ya de aquella televisión.
En la noche de Reyes todos los padres y abuelos del barrio, cogieron a sus hijos y nietos de la mano, bien pertrechados de gorros y bufandas que los convertían en irreconocibles enanitos de cuento, y enfilaban el estrecho puente de piedra como un pueblo maldito que hubiera sido expulsado hacia el destierro.
Los niños íbamos ilusionados a ver pasar las carrozas de Melchor, Gaspar y Baltasar, con su fila de pajes con antorchas y caramelos surcando el aire como bandadas de estorninos. En la comitiva iban remolques llenos de enormes y prometedoras cajas, donde anidaban nuestras modestas ilusiones. Y los bomberos con las largas escaleras para, nos decían, poder llegar a las ventanas. Quedaba al final el discurso desde el balcón, en que los reyes prometían juguetes o amenazaban con ese carbón para los niños malos que vendían, qué cosa más rara, en las confiterías.
Y después, el regreso. El pueblo desterrado desandaba el camino, casi en el mismo orden y a la vez, pisando las baldosas verdes, o las blancas, porque pisar las rojas, decía Ramiro, acarreaba desgracias espantosas y hasta cárcel. Así hasta llegar al puente y enfilarlo y ver ya al final las luces vivaces, y…, de pronto, un chispazo, un extraño sonido como de látigo, un zigzag que fue apagando las farolas a ambos lados de la calle hasta llegar al tótem que ya todos sentíamos como propio y hacerlo desaparecer en la negrura.
Al día siguiente todos esperábamos que arreglaran la avería. Pero nadie vino por allí, ni gnomos sombríos, ni operarios con mono azules, ni electricistas orientales con turbantes carmesíes.
“Es porque ya pasó la Navidad”, dijo alguien, “el año que viene lo vuelven a poner”. Y con esa esperanza quedamos, porque creer es fácil si se tienen ganas de creer.
El abeto volvió a ser el arbolón de siempre, y el vivero el lugar prohibido donde nos colábamos, tras saltar la tapia de cantos rodados, algunas noches a deambular por los senderos, a fumar los primeros cigarros y a asustar a alguna chica que, cosa infrecuente, se hubiera atrevido a acompañarnos por aquella tierra ignota.
Relato presentado al Sexto concurso de cuentos de Navidad Zenda.
#cuentosdeNavidad
Me encanta, Antonio. He vuelto a retomar el relato. Estaré atenta a tus obras... Gracias. Un abrazo grande. Y felicidades.
ResponderEliminarGracias, Isabel. Todo un honor tenerte por lectora.
ResponderEliminar