miércoles, 19 de enero de 2022

DON SANTIAGO


            Don Santiago era alto y escueto, y vestía camisas floreadas que nos recordaban a los turistas que empezaban a venir por entonces a ver la catedral. Vino como suplente la semana que la señorita Visi estuvo con una de las neuralgias que sufría cuando se le desbarataban los afectos.

Don Santiago no gritaba, ni nos amenazaba con hacernos comer las bolitas de papel que nos tirábamos usando un boli Bic por cerbatana. Solo daba una chupada al cigarrillo y nos miraba con sus ojos profundos, bajo las cejas negras y pobladas. Eso era suficiente para mantenernos en silencio entre las brumas y circunvoluciones del humo que iba extendiéndose por entre los pupitres, los armarios y la bola del mundo polvorienta.

Y es que don Santiago fumaba. Fumaba mucho. Entonces, por supuesto, no había ley alguna que prohibiera fumar en una escuela. Es más, fumar daba al maestro una prestancia de hombre versado y elegante que hacía a los discípulos desear cumplir años para poder adherirse a tan selecta práctica.

Fueron días novedosos los de aquella semana, lejos de la violencia maternal de doña Visi. Solo Virgilio, su sobrino, la echó de menos por su cese temporal en las funciones de encargado del orden. Ya no hacía falta que nadie apuntara a los que hablaban cuando don Santiago salía un momento hasta el estanco a comprar su paquete de Goya emboquillado, pues todos aguardábamos sentados y en silencio, por ese temor reverencial a su mirada.

Fumé el primer pitillo aquel verano, en los baños del cine, y me sentí como el Bogart que estaba en la pantalla. Durante décadas he fumado sin parar, sin ser consciente de que aquel profesor accidental tuviera algo que ver. Lo recordaba en cambio como aquel maestro misterioso al que no habíamos tenido tiempo de conocer del todo.

Fue hace unos años, esperando el autobús en una parada que no frecuento. Le reconocí a pesar de que sus cejas eran blancas y estaba aún más flaco que entonces. Arrastraba tras sí un carrito que al pronto creí de la compra. Cuando le saludé me contestó como si no hubieran pasado treinta años desde aquel breve encuentro. Me habló de la jubilación, del tiempo, de la edad y, llegado un momento, me señaló la bombona de oxígeno que llevaba tras él, como un testigo mudo y un poco entrometido. “El enfisema, ya sabes…”, me dijo. Y yo, que acababa de prender un Winston, lo tiré tras una breve calada vergonzante, como quien se deshace de algo viscoso o repulsivo. Y hasta hoy.

Don Santiago es mi maestro inolvidable, a pesar de la brevedad de nuestro trato. No en vano estuvo presente en mis pulmones tanto tiempo.

Relato para el concurso de Zenda "Maestros inolvidables"

#MaestrosInolvidables


2 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Muchas gracias. No todos los profes nos han dejado recuerdos virtuosos, algunos son inolvidables por los vicios. :-)

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