Aquel verano me había propuesto seriamente escribir una novela. Era justo cuando me había dejado Nelly y me hallaba varado en aquel apartamento interior de la zona de Gran Vía con vistas privilegiadas a un patio angosto, a la sombra de la mole colosal de Telefónica.
Me habían dado vacaciones en el banco y no tenía ánimo ni dinero para irme a ninguna parte, así que me encerré en aquel ámbito hostil con la sola compañía de mis obsesiones y me dispuse a dar lo mejor, si es que algo aprovechable quedaba de mí mismo.
Me levantaba temprano, después de noches en blanco que me baqueteaban como a una barca la marejada punzante de las horas, y me sentaba en un pupitre de escuela reciclado frente a la ventana que daba al patio sombrío y rumoroso.
El primer día empecé escribiendo: “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé”. Seguí así, con la avidez de quien ha hallado un camino directo a la esperanza, hasta que a media tarde, cuando narraba una escena que se desarrollaba bajo el calor sofocante de una playa, me di cuenta de que estaba reescribiendo El extranjero.
Al día siguiente , recuperado a medias del desastre, cogí la pluma para trazar con mi mejor caligrafía: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos…”, y seguí durante horas contando la vida de unos personajes atrapados entre mundos agónicos. Me sentía bien con aquella historia tan vivaz y llena de emociones, hasta que fui consciente de que no era otra que la ya contada por Dickens en Historia en dos ciudades.
Preso de agitación no fui capaz de sentarme en mi pupitre hasta tres días después, que pasé observando la vida que bullía en el patio interior, donde confluían las conversaciones de los vecinos hasta entrelazarse en extrañas filacterias. Fue una frase concreta la que llamó mi atención vivamente y me sugirió toda una historia. Esta vez no existía el peligro de que perteneciera a algo ya escrito.
En esta ocasión dejé a un lado la pluma, tomé la Lettera 32 que conservaba de la infancia y tecleé con brío: “Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”. Era una frase que había oído de boca de una empleada doméstica, encaramada en el alfeizar mientras limpiaba los cristales desafiando las leyes de la inercia. Se lo estaba diciendo a alguien que permanecía en el interior, quizás su señora o puede que otra compañera del servicio. Esta vez estaba seguro de partir de un mensaje primigenio, un pedazo prístino de la vida misma. Así es que me sumergí de lleno en las aguas profundas plagadas del plancton espiritual de las ideas. A media tarde llevaba ya cincuenta folios llenos de personajes llanos y notables, profundos y graciosos, románticos y cínicos, que conformaban todo un friso que apuntaba a una historia de fuste y gran envergadura. Al llegar la noche eran más de cien los folios y la historia discurría por estepas heladas y bailes principescos. La intuición me llegó como un mazazo, como si el mismo Lev Tolstoy me gritase en el oído: “¡La guerra y la Paz, no, aprovechado!
No podía concebir lo que estaba pasando. ¿Qué extraño fenómeno estaba ocurriendo en mi cerebro? ¿Acaso un espíritu burlón se había aposentado en mi persona? Pasé una semana dedicado a vagar por el angosto piso, del recibidor a la cocina y de esta al pequeño cuarto que hacía las veces de estudio y dormitorio, con derecho a observatorio discreto de los otros. Me tumbaba en la cama y contemplaba las grietas y desconchones del techo hasta ver en sus irregulares proporciones los límites de países inventados, los ríos caudalosos de mundos no hollados.
El lunes siguiente me aposenté en mi banco de trabajo con la sensación de hacerlo en el trepalium del penado. Escribir se había convertido en una obsesión en que cifraba la única opción de soportar la vida. Así es que, armado de valor, tecleé la primera frase que me vino a las mente. Rezaba así: “A un lado y a otro del helado cauce se erguía un oscuro bosque de abetos de ceñudo aspecto”. Me alegré de haber dado con tan sugerente comienzo, que atribuí a mis horas de recreación mental mirando al techo. Pronto estaba embarcado en una historia de seres salvajes y llenos de nobleza, de forestas vírgenes y personajes puros y a veces crueles, como corresponde a toda vivencia humana verdadera. Esta vez no podía haberme equivocado. Escribí con pasión durante toda esa mañana. Pero, cerca ya la hora de engullir el trozo de pizza recalentada de todos los días, reparé de repente en una figura de dudoso gusto que había en la estantería. Representaba una Diana cazadora de esas horrendas que venden por las ferias. Sus perros tristemente pintarrajeados fueron el aldabonazo que me desveló la realidad: Colmillo Blanco, de Jack London.
Fue un verano cruel aquel, es cierto. Tanto como bogar sin esperanza en un bajel anclado en el desierto. Me había propuesto escribir una novela y solo me salían textos ya escritos. ¿Pero era eso posible? ¿Acaso no estaría soñando? Lo mejor era dormir y olvidarlo todo. Un sueño reparador y luego salir a la calle y perderse entre la gente, tostarse al sol, pisar el asfalto blando de los pasos de cebra, observar a los turistas y dar limosna a ese mendigo de Callao que se parece a Rasputín. Romper el maleficio y volver a ser un escritor desesperado, pero libre.
Dormí mucho. Recuerdo que desperté con aquella sensación de la infancia de tener los párpados pegados entre sí por lágrimas espesas. Me preparé café y me comí la última magdalena del armario. Otra razón más para salid de casa. A punto estaba cuando me entró una especie de hormigueo que me obligó a coger cuaderno y lápiz. La frase que escribí me tuvo atado a la mesa el resto del verano: “Longtemps, je me suis couché de bonne heure”.
Escribir, al parecer, no es más que repetir lo que otros dijeron antes, pero con nuevas palabras.
ResponderEliminarBuena historia, suerte en el concurso.
Un saludo
De casualidad me meti en tu blog NO me podia dormi y me despertaste
ResponderEliminarvoere pronto dejo mis huellas
saludos desde Miami
Gracias, Recomenzar. No es poco que un relato despierte a un lector. Me alegro. Un saludo.
EliminarGracias, Ángel, por tu amable comentario. Sí, realmente todas las historias están ya contadas. Aún así nos quedan los matices y los puntos de vista. Un saludo.
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