domingo, 25 de julio de 2021

DON DE LENGUAS

 


Aquel verano me había propuesto seriamente escribir una novela. Era justo cuando me había dejado Nelly y me hallaba varado en aquel apartamento interior de la zona de Gran Vía con vistas privilegiadas a un patio angosto, a la sombra de la mole colosal de Telefónica.

Me habían dado vacaciones en el banco y no tenía ánimo ni dinero para irme a ninguna parte, así que me encerré en aquel ámbito hostil con la sola compañía de mis obsesiones y me dispuse a dar lo mejor, si es que algo aprovechable quedaba de mí mismo.

Me levantaba temprano, después de noches en blanco que me baqueteaban como a una barca la marejada punzante de las horas, y me sentaba en un pupitre de escuela reciclado frente a la ventana que daba al patio sombrío y rumoroso.

El primer día empecé escribiendo: Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé”. Seguí así, con la avidez de quien ha hallado un camino directo a la esperanza, hasta que a media tarde, cuando narraba una escena que se desarrollaba bajo el calor sofocante de una playa, me di cuenta de que estaba reescribiendo El extranjero.

Al día siguiente , recuperado a medias del desastre, cogí la pluma para trazar con mi mejor caligrafía: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos…”, y seguí durante horas contando la vida de unos personajes atrapados entre mundos agónicos. Me sentía bien con aquella historia tan vivaz y llena de emociones, hasta que fui consciente de que no era otra que la ya contada por Dickens en Historia en dos ciudades.

Preso de agitación no fui capaz de sentarme en mi pupitre hasta tres días después, que pasé observando la vida que bullía en el patio interior, donde confluían las conversaciones de los vecinos hasta entrelazarse en extrañas filacterias. Fue una frase concreta la que llamó mi atención vivamente y me sugirió toda una historia. Esta vez no existía el peligro de que perteneciera a algo ya escrito.

En esta ocasión dejé a un lado la pluma, tomé la Lettera 32 que conservaba de la infancia y tecleé con brío: “Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”. Era una frase que había oído de boca de una empleada doméstica, encaramada en el alfeizar mientras limpiaba los cristales desafiando las leyes de la inercia. Se lo estaba diciendo a alguien que permanecía en el interior, quizás su señora o puede que otra compañera del servicio. Esta vez estaba seguro de partir de un mensaje primigenio, un pedazo prístino de la vida misma. Así es que me sumergí de lleno en las aguas profundas plagadas del plancton espiritual de las ideas. A media tarde llevaba ya cincuenta folios llenos de personajes llanos y notables, profundos y graciosos, románticos y cínicos, que conformaban todo un friso que apuntaba a una historia de fuste y gran envergadura. Al llegar la noche eran más de cien los folios y la historia discurría por estepas heladas y bailes principescos. La intuición me llegó como un mazazo, como si el mismo Lev Tolstoy me gritase en el oído: “¡La guerra y la Paz, no, aprovechado!

No podía concebir lo que estaba pasando. ¿Qué extraño fenómeno estaba ocurriendo en mi cerebro? ¿Acaso un espíritu burlón se había aposentado en mi persona? Pasé una semana dedicado a vagar por el angosto piso, del recibidor a la cocina y de esta al pequeño cuarto que hacía las veces de estudio y dormitorio, con derecho a observatorio discreto de los otros. Me tumbaba en la cama y contemplaba las grietas y desconchones del techo hasta ver en sus irregulares proporciones los límites de países inventados, los ríos caudalosos de mundos no hollados.

El lunes siguiente me aposenté en mi banco de trabajo con la sensación de hacerlo en el trepalium del penado. Escribir se había convertido en una obsesión en que cifraba la única opción de soportar la vida. Así es que, armado de valor, tecleé la primera frase que me vino a las mente. Rezaba así: “A un lado y a otro del helado cauce se erguía un oscuro bosque de abetos de ceñudo aspecto”. Me alegré de haber dado con tan sugerente comienzo, que atribuí a mis horas de recreación mental mirando al techo. Pronto estaba embarcado en una historia de seres salvajes y llenos de nobleza, de forestas vírgenes y personajes puros y a veces crueles, como corresponde a toda vivencia humana verdadera. Esta vez no podía haberme equivocado. Escribí con pasión durante toda esa mañana. Pero, cerca ya la hora de engullir el trozo de pizza recalentada de todos los días, reparé de repente en una figura de dudoso gusto que había en la estantería. Representaba una Diana cazadora de esas horrendas que venden por las ferias. Sus perros tristemente pintarrajeados fueron el aldabonazo que me desveló la realidad: Colmillo Blanco, de Jack London.

Fue un verano cruel aquel, es cierto. Tanto como bogar sin esperanza en un bajel anclado en el desierto. Me había propuesto escribir una novela y solo me salían textos ya escritos. ¿Pero era eso posible? ¿Acaso no estaría soñando? Lo mejor era dormir y olvidarlo todo. Un sueño reparador y luego salir a la calle y perderse entre la gente, tostarse al sol, pisar el asfalto blando de los pasos de cebra, observar a los turistas y dar limosna a ese mendigo de Callao que se parece a Rasputín. Romper el maleficio y volver a ser un escritor desesperado, pero libre.

Dormí mucho. Recuerdo que desperté con aquella sensación de la infancia de tener los párpados pegados entre sí por lágrimas espesas. Me preparé café y me comí la última magdalena del armario. Otra razón más para salid de casa. A punto estaba cuando me entró una especie de hormigueo que me obligó a coger cuaderno y lápiz. La frase que escribí me tuvo atado a la mesa el resto del verano: “Longtemps, je me suis couché de bonne heure”.


Relato presentado al concurso "El verano de mi vida", convocado por ZENDA.

viernes, 23 de julio de 2021

EL ÚLTIMO VERANO

 


Aquel fue el verano en que se ahogó Marcelino, pero yo aún no lo sabía. De hecho casi no había reparado en aquel chico, algo mayor que yo y un tanto desgarbado, que había llegado al barrio hacía unos meses. En realidad me interesaba más lo imaginado que lo entrevisto desde mi esquina en aquella hora intempestiva de las cuatro de la tarde. El verano había empezado pronto y estaba siendo especialmente caluroso. La gente echaba la siesta tras las persianas y los primeros chicos tardarían aún en conseguir burlar las cancelas maternas.

Aquel fue el verano de Ben-Hur y las cuadrigas romanas llenando de llamativos colores las tapias de la fábrica. Desde mi esquina, transformado en mejicano de los que dormitaban al sol bajo el sombrero en las películas, veía en el muro la representación de Charlton Heston, Circo Americano, aclamado en las cinco continentes, y me imaginaba un espectáculo grandioso, embellecido por lo inalcanzable. Era muy caro el circo para los chicos como yo.

Fue el verano de Juli, mi vecina de enfrente, a quien hacía señales con un espejo, que ella me devolvía, y luego era incapaz de saludarla en la calle. Y es que los domingos, en el mundo ideal de la pantalla, era todo muy fácil con las chicas. Más que aquí, en mi esquina al sol, esperando al primer chaval para pegar unas patadas al balón o inventar algún otro pasatiempo. Sería de noche, una de las del final de ese verano, cuando sucedería aquello jugando al escondite, al abrigo de un portal oscuro, cuyo recuerdo recrearía luego con deleite muchas veces. Pero yo ni siquiera lo sospechaba todavía.

Fue el verano del fin. Ese en que iría por primera vez a un entierro. Precisamente el de aquel chico nuevo en el barrio que dejaría su vida en el fondo de una poza del río. Los chavales formaríamos un extraño cortejo, pues extraña es la muerte, más aún si es airada y temprana. Pero aún estoy al sol, con la camisa desabrochada, sintiéndome Clint Eastwood ante Lee Van Cleef, entrecerrando los ojos bajo un sol inclemente, ensayando ese rictus de hombre duro que amedrenta y seduce, y me abriga por dentro. Falta un rato aún para que Emilio emerja del portal y se acerque a la esquina con un “¿a qué jugamos?” en los labios carnosos.

Pensaría en todo esto en el camión de la mudanza, camino del otoño y del resto de mi vida. Pero sería en un futuro lejano aún por ignorado. Ahora mismo solo existe el calor y la sombra densa y concisa de Emilio entre los cactus imponentes de Sonora.

Relato presentado al concurso de Zenda "El verano de mi vida"