El bosque estaba ahí, esperando a ver en qué quedaba lo de aquellos niños que iban dejando migas al pasar. Los abedules eran los más curiosos, y los sauces los de mayor implicación sentimental. Por entre dos robles brillaron un instante las orejas puntiagudas del lobo. “Ten cuidado”, dijo el álamo agitando las hojas, pero la niña del gorro encarnado siguió cogiendo flores tan tranquila. Retumbó la tierra de repente y muchas ramas se quebraron bajo las colosales botas de un gigante. Solo las zarzas mantenían la calma en su quietud mientras protegían el sueño profundo de la bella.
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