Íbamos a veces. Cogíamos en la estación el tren de mediodía. No tardábamos mucho en llegar. No como cuando íbamos a visitar a la otra, la materna, que nos pasábamos cuatro horas en un convoy, soportando ventanillas traqueteantes y silbidos prolongados. La madre de mi padre vivía cerca, pero me daba tiempo; de aquella yo fantaseaba mucho con los límites. Las líneas rectas y los colores planos de un Kandinsky, en el cristal, y los pájaros haciendo de fusas en silencio. Las montañas señalaban el norte. Había parada en Cuadros, justo cuatro minutos. Me hacía gracia el nombre impreso en baldosines. Me imaginaba un trazado de cuadros de ajedrez, con sus calles trazadas a cordel. Banderín verde, la máquina cerraba la cremallera de los campos. A un lado había espigas amarillas, al otro la arboleda sombreando el reguero. Las hebras de humo tenían pincelada impresionista. De repente chirriar de frenos. Bajábamos a un andén muy diferente al que pintara Monet en Saint Lazare. La abuela nos esperaba vestida de negro intenso, con el mantel holandés de bordados, y aquella luz.
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