lunes, 20 de abril de 2020

UN ARTISTA DE LA MISANTROPÍA


El caso es que nunca me tuve por asocial. Antes de esto alternaba, tenía amigos. Tomaba café con los compañeros de trabajo. Incluso algunos clientes me tenían por simpático. Pero un buen día se nos ordenó que no saliéramos de nuestras casas y ya nada ha sido igual.
Los primeros días me los pasé pegado a la televisión, al móvil, a las redes sociales. Me tragaba esas ruedas de prensa, con el político de turno escoltado por unos señores cargados de medallas, donde se hacían grandes ejercicios de oratoria sin que yo me enterara de gran cosa. Veía también a un hombre serio de cejas muy pobladas, que nos hablaba de datos y más datos con una voz un tanto quejumbrosa. Luego salían imágenes de ciudades vacías y me quedaba la sensación extraña de estar viviendo una película o un sueño.
El resto del tiempo lo pasaba chateando con mis amigos, llamando a algún familiar para ver cómo estaba, siguiendo opiniones diversas en el Facebook. A las ocho había que salir al balcón a aplaudir, a las nueve a tocar una cacerola contra no sabía bien quién. El resto del día se me pasaba entre lavar las manos y leer instrucciones anticontagio contradictorias y a veces imposibles.
A la semana estaba harto de todo. Las conversaciones se repetían y en internet había un guirigay indescriptible, con extrañas teorías conspiratorias que la gente rebotaba sin cesar y banderías que solo veían lo que su horma ideológica y sus orejeras les dejaban.
Así es que me dio por fijarme en las estanterías que tapizaban el salón. De joven había sido muy lector, y nunca dejé de comprar libros, muchos más de los que era capaz de leer. Así que tenía varios miles, colocados más o menos por autores, cuando no por colecciones o tamaños. Me acordé de un personaje de Sartre que comenzaba a leer una gran biblioteca por la A y proseguía en ese orden, sin diferenciar temáticas ni géneros.
No pensé en emularle, lo tomé como un juego, el caso es que me vi una mañana con un libro de Adler en las manos, El carácter neurótico, que tenía cogiendo polvo desde que lo compré en un quiosco, en una época en que pretendía llegar al fondo de mí mismo. Antes de la noche me lo había leído de corrido.
Animado por ello seguí mirando en los estantes, y fueron cayendo Agustí, Alarcon y don Leopoldo Alas. La Regenta me llevó casi una semana. Fue un bálsamo penetrar de nuevo en las cerradas estancias de esa dama pálida. Qué confinamiento el suyo, presa en su propia piel. Qué cárcel, aquella Vetusta donde todo el mundo mira y es mirado. Igual que ahora, pensé, mientras oía los improperios que desde una ventana le lanzaban a una señora que caminaba sin perro ni bolsa de la compra.
Dickens me reconcilió con las lecturas de la infancia, y en Flaubert encontré al compañero de juventud al que acompañé en su viaje a Egipto. Y esa señora Bovary, a ratos tan patética como Félicité y su loro disecado. Y las cartas a Colet, tan lejos y tan cerca.
 Dostoievski, Dumas, Faulkner, se fueron adhiriendo sucesivamente a mis voraces circunvoluciones cerebrales. Hice parada en Freud y buceé en unos sueños que me resultaron más coherentes y esperanzados que la propia realidad. Gómez de la Serna me serenó el ánimo con su ingenio, y Hesse se encargó de enturbiarlo con su búsqueda incesante de verdades.
Llegó el día en que acabé los víveres y tuve que salir. Fue cuando estaba leyendo a Kafka y sentí lo mismo que Samsa cuando, con su caparazón herido, se esfuerza por ocultarse bajo el aparador para no llamar la atención de los próximos. Cada coche se me antojaba uno camuflado de la poli, cada vecino enmascarado, un delator que correría a denunciarme por llevar la bolsa medio llena. Tras hacer una cola soviética, sometido a la estabulación que unas líneas blancas marcaban en el suelo, me hice con todo tipo de productos congelados y en lata, cargué con dos botellas grandes de lejía y corrí a ocultarme de nuevo en mi refugio.
Volvía a Kafka, a sus extraños personajes culposos y angustiados, a su biografía de oficinista ausente, a sus diarios y a sus cartas. Su lectura me absorbió de tal modo que apenas sí paraba para comer un arroz hervido con tomate. Del exterior solo sabía que seguía todo igual. Los amigos ya no me llamaban, después de haber desoído sus mensajes varias veces. Me llegó noticia de un tío lejano, fallecido en una residencia, y lo sentí como algo que sucediera en otro mundo. Me alegré de no tener mujer ni hijos. Mis padres llevaban muertos ya más de una década y desde entonces este piso heredado es todo mi universo.
Mis horas se me iban en un leer intenso, en tomar notas que sabía inútiles, en meditar, en soñar con lo leído. Las horas de luz las pasaba junto a la ventana. A Kafka también le gustaban las ventanas. Veía multitud de perros con sus dueños a la cola, algún peatón con bolsa, gente culpable con su coartada a flor de boca. Pude asistir incluso a una reprimenda policial en vivo y en directo. En algún sitio habrá una máquina infernal –me la imaginaba con detalle– que tatúe sobre los cuerpos un mortal “salir a la calle es indecente”.
La semana anterior me había topado con los siete tomos de A la recherche du temps perdu en francés, que compré en la adolescencia en un rapto de locura, pero había decidido posponer la lectura incluso en situación tan apropiada. Algo parecido me pasó con Joyce, pues le hinqué el diente al Ulises y me pasó lo de otras veces: sobre la página noventa dejé a Bloom allí plantado con sus cosas.
Con Merville tuve mejor suerte, y me embarqué a la vez que Ismael en el Pequod. Durante días navegué en ese cascarón, sufrí las iras de Ahab y hasta sentí en mi brazo el peso trágico del arpón.
Pasaban las semanas y ya ni estaba al tanto de si las autoridades habían decidido o no prorrogar el encierro. Hace días que decidí bajar hasta el tope las persianas, pues el contacto con la vida exterior me distraía. No sé ya ni siquiera si es de día o si el sol se ha ocultado detrás del bloque de casas que me sirven de horizonte.
Murakami, con sus enormes tochos llenos de artificio, me entretiene una buena porción de ese tiempo borroso y sin fronteras. Ya ni miro el reloj, el móvil hace días que está por un cajón, sin batería. Cuando caigo rendido duermo un rato, si tengo hambre abro un bote de fabada o de guindas en almíbar, o cualquiera al azar, pues las papilas gustativas ya no ejercen su función debidamente.
Vienen Nabokov, Neruda, Nothomb y hasta Núñez Cabeza de Vaca y sus Naufragios. Y Onetti,  tan proclive al confinamiento voluntario, y Ortega con sus divagaciones para damas refinadas, y Orwell y sus distopías cumplidas ya hace tiempo.
Leo a Pasternak, a Pavese, a Pasolini, y hasta me trago, omnívoro absoluto, un libro de Pemán. Luego cae Pérec, con sus experimentos, y Pereira, con su erotismo diocesano, y desemboco en Pérez Galdós y hago parada y fonda. Siempre añoré una pleuresía de juventud que me tuviese en cama el tiempo suficiente para paladear sus Episodios.
Llevo mucho aquí, sin levantar la vista, no sé cuántos meses. Sigo empeñado en no saber nada de lo que pasa fuera. Apenas duermo. He hallado en un cajón unas dexedrinas que debían ser de mi padre, y me he puesto a imitar a Ferlosio en su periodo de difunto en vida.
Hace días que empecé con Zweig. Leí de él toda la obra que tenía, y no era poca. Ahora estoy con su vida, o con su muerte, pues está ya en Petrópolis. Y le envidio la compañía. No es mal final morir tan bien acompañado.
Después de Zweig ya no hay más libros en las estanterías.


Este relato fue publicado en "Astorga Redacción" dentro de la serie "Filandón del coronavirus", con ilustraciones de Eloy Carro.




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