Ya estoy en casa, dice siempre con su voz cantarina cada vez que entra por la puerta. Luego se pone a cocinar y me cuenta sus problemas, o la ilusión que le hace tener un ordenador nuevo en la oficina. Hay días en que ese “ya estoy en casa” es menos jovial, como si hubiese ido perdiendo brillo al paso de las horas, pero todo vuelve a la normalidad al día siguiente. Hasta aquel lunes en que no dijo nada y abrió varios frascos. Claro que me hubiera gustado impedirlo, pero me está prohibido intervenir en esos casos.
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