Felicidad sirvió la sopa de pescado con la caceta de la cubertería de los días de fiesta. Lo hizo con cuidado para no manchar el mantel de hilo planchado expresamente para lucirlo en esta noche. Qué fastidioso es esto de estar con mascarilla, dijo, y recibió el beneplácito de Vicente, su marido, que enarcó levemente las cejas. Los niños se removían nerviosos en las sillas. Vicentín apuntaba ya pelusilla en el bigote y Mari Tere estaba en esa etapa en que las muñecas se convierten en confidentes de los secretos más profundos. Felicidad pensaba en la desgracia que suponía para las familias esa pandemia cruel que tenía a todo el mundo trastornado. Nunca había sido una mujer medrosa ni especialmente cauta, pero le preocupaba la presencia de sus padres en la mesa. Y, cómo, les íbamos a dejar solos en una fecha como esta, pensaba mientras acababa de servir precisamente el plato de su madre, Fuencisla, una mujer dicharachera y vivaz a quien costaba mantener el tapabocas quieto, pues era dada a la conversación y las palabras se le enredaban en aquella especie de bozal como la paja en la ceranda que usara de moza. Pascasio, el padre, hombre paciente y domado por la vida, mantenía el tipo con su mascarilla FPP2 bien ajustada. No tenía el problema de su mujer, pues no era hablador, y se limitó a dejar la protección sobre el mantel mientras sorbía la sopa.
El Rey, daba en la televisión su perorata, sin que la familia le dedicara más atención que al balanceo en su jaula del canario o al ronroneo del gato junto al radiador. Cuéntales a los abuelos qué tal vas en el cole, quiso imponer Felicidad a su vástago como por animar un poco aquella reunión un poco atribulada. Y el chico, sin muchas ganas, empezó a contar que le tenía manía don Miguel, y que una niña solo hacía que molestarle con su cháchara en las clases de Inglés. Terminó de hablar el monarca y ahí sí se animó un poco Pascasio con una diatriba contra esa gente que nos come el pan y no hace nada, en un resabio de rebeldía que tenía ya muy olvidada y solo a veces reverdecía un instante, como esos brotes que pugnan por emerger de troncos que todos dan por muertos.
Fueron pasándose unos a otros los platillos con canapés variados, mientras retiraba Felicidad las cáscaras de los langostinos que había comprado congelados semanas antes, porque no veas cómo abusan en estas fechas. La conversación transcurría en rachas desiguales, como el aire en esos días de marzo en que parece que el dedo de Dios juega con el interruptor de un gran ventilador. Fuencisla arrancó a hablar entre una tostada y otra de salmón, pero fue reprimida por su esposo, que le recomendó no hablar tan alto, por eso del virus, ya sabes.
Felicidad recogió la mesa mientras la tele lanzaba sus destellos de colores e inundaba el ambiente de músicas absurdas. Luego se sentó en el sofá y se dispuso a tomar el tazón de manzanilla de siempre, arrullada por aquellos sonidos como de otro mundo. Fue poco a poco quedando adormilada, mientras en su mente desfilaban imágenes inciertas de sus padres despidiéndose en la puerta, abrígate papá con la bufanda, y de los hijos poniéndose el pijama. Su marido no estaba tampoco, seguramente habría ido como solía a calentarle su lado de la cama.
En la breve gacetilla no mencionaron el detalle, pero a los del 112 les chocó el detalle de aquella mesa con los seis platos tan colocados junto a los cubiertos y las copas, y el primor de las flores del centro. Felicidad tenía la mascarilla perfectamente colocada, por lo que nadie pudo ver la melancólica sonrisa de sus labios.
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