viernes, 23 de julio de 2021

EL ÚLTIMO VERANO

 


Aquel fue el verano en que se ahogó Marcelino, pero yo aún no lo sabía. De hecho casi no había reparado en aquel chico, algo mayor que yo y un tanto desgarbado, que había llegado al barrio hacía unos meses. En realidad me interesaba más lo imaginado que lo entrevisto desde mi esquina en aquella hora intempestiva de las cuatro de la tarde. El verano había empezado pronto y estaba siendo especialmente caluroso. La gente echaba la siesta tras las persianas y los primeros chicos tardarían aún en conseguir burlar las cancelas maternas.

Aquel fue el verano de Ben-Hur y las cuadrigas romanas llenando de llamativos colores las tapias de la fábrica. Desde mi esquina, transformado en mejicano de los que dormitaban al sol bajo el sombrero en las películas, veía en el muro la representación de Charlton Heston, Circo Americano, aclamado en las cinco continentes, y me imaginaba un espectáculo grandioso, embellecido por lo inalcanzable. Era muy caro el circo para los chicos como yo.

Fue el verano de Juli, mi vecina de enfrente, a quien hacía señales con un espejo, que ella me devolvía, y luego era incapaz de saludarla en la calle. Y es que los domingos, en el mundo ideal de la pantalla, era todo muy fácil con las chicas. Más que aquí, en mi esquina al sol, esperando al primer chaval para pegar unas patadas al balón o inventar algún otro pasatiempo. Sería de noche, una de las del final de ese verano, cuando sucedería aquello jugando al escondite, al abrigo de un portal oscuro, cuyo recuerdo recrearía luego con deleite muchas veces. Pero yo ni siquiera lo sospechaba todavía.

Fue el verano del fin. Ese en que iría por primera vez a un entierro. Precisamente el de aquel chico nuevo en el barrio que dejaría su vida en el fondo de una poza del río. Los chavales formaríamos un extraño cortejo, pues extraña es la muerte, más aún si es airada y temprana. Pero aún estoy al sol, con la camisa desabrochada, sintiéndome Clint Eastwood ante Lee Van Cleef, entrecerrando los ojos bajo un sol inclemente, ensayando ese rictus de hombre duro que amedrenta y seduce, y me abriga por dentro. Falta un rato aún para que Emilio emerja del portal y se acerque a la esquina con un “¿a qué jugamos?” en los labios carnosos.

Pensaría en todo esto en el camión de la mudanza, camino del otoño y del resto de mi vida. Pero sería en un futuro lejano aún por ignorado. Ahora mismo solo existe el calor y la sombra densa y concisa de Emilio entre los cactus imponentes de Sonora.

Relato presentado al concurso de Zenda "El verano de mi vida"

5 comentarios:

  1. Hermoso y evocador texto, Antonio. Gran abrazo.

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  2. Muchas gracias, Elías. Me alegra que te guste. Otro abrazo.

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  3. Excelente, me gusta el estilo, esa voz que juega con los tiempos para mostrarnos un verano trágico, pero también lleno de escenas que nos resultan familiares.
    Suerte con él!

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  4. Gracias, Yolanda. Viniendo de ti, cualquier halago es un impulso hacia adelante

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