Entre el tanatorio y la oficina de objetos perdidos estaba yo indeciso. Tenía que ir a dar el pésame a un conocido; en ciertas edades, ya se sabe, cuando no es uno es otro. Pero llovía a cántaros y suponía que mi paraguas olvidado estaría en la oficina, a la misma distancia que el infausto lugar. Así que, aquí me tienen, como el asno aquel de Buridán, sin saber qué pesebre elegir. Miro al frente y vislumbro que alguien me requiere con gestos imperiosos desde un bar. Uno en que ponen excelentes calamares fritos. Cruzo la bisectriz hacia el ángulo ápice.
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