No creo que sea un delito regar las plantas a las once de la noche de un lunes, con luna llena para más señas, mientras, fatal casualidad, Paquita pelaba la pava con Aurelio diez metros más abajo. Yo solo estaba con mis geranios, atenta a sus hojitas, y entonces pasó rasante el pájaro y me despistó. No se crea señoría que no me dio pena –dígaselo usted, señor abogado–, que casi sobrepaso el marco y voy detrás de la maceta, con todo el aleteo que hice para intentar recuperarla al vuelo. Pero no hubo manera y le cayó en toda la azotea, con perdón, a la cínica…, esto… víctima, huy, no sé lo que me digo… Él en cambio se libró por los pelos, el traidor.
martes, 25 de enero de 2022
DÍGASELO CON FLORES
UN LUGAR DISCRETO
jueves, 20 de enero de 2022
ADALBERTO, INFIERNO Y PARAISO
A los quince años, Adalberto leyó aquel libro sobre Suecia por el que supimos que por allá había expendedores de condones, baños de vapor y la costumbre de llevar a las novias a dormir a casa.
Encandilado, Adalberto decidió contestar el anuncio de Birgit, una chica de Kiruna, que pedía amistad con chicos españoles aficionados a la pesca. Aunque Albert (así firmó la carta) no tenía ni idea de sedales ni de carretes, pronto enseñó orgulloso las fotos de aquella vikinga rubia y exuberante como el más avezado pescador mostraría un gran salmón.
Tras varios años, la cosa fue avanzando, y quiso Bertín conocer a la bella. Lo hizo un otoño, cruzando Europa en trenes cutres. Lo primero que sintió al llegar fue frío, pues Kiruna era puro hielo ya en octubre, aunque en las fotos siempre hiciese sol. Lo segundo fue decepción, pues Birgit no era rubia y tampoco escultural, sino morena y con cara de esquimal.
Pero quiso Fortuna, ayudada por Diana, que surgiera entre ambos algo más que amistad. Algo tuvo que ver el calor compartido en la sauna del hogar.
Mi contribución al concurso de relatos Esta Noche te Cuento sobre el frío/los comienzos.
https://estanochetecuento.com/adalberto-y-su-sueno-dorado-toribios/
miércoles, 19 de enero de 2022
DON SANTIAGO
Don Santiago era alto y escueto, y vestía camisas floreadas que nos recordaban a los turistas que empezaban a venir por entonces a ver la catedral. Vino como suplente la semana que la señorita Visi estuvo con una de las neuralgias que sufría cuando se le desbarataban los afectos.
Don Santiago no gritaba, ni nos amenazaba con hacernos comer las bolitas de papel que nos tirábamos usando un boli Bic por cerbatana. Solo daba una chupada al cigarrillo y nos miraba con sus ojos profundos, bajo las cejas negras y pobladas. Eso era suficiente para mantenernos en silencio entre las brumas y circunvoluciones del humo que iba extendiéndose por entre los pupitres, los armarios y la bola del mundo polvorienta.
Y es que don Santiago fumaba. Fumaba mucho. Entonces, por supuesto, no había ley alguna que prohibiera fumar en una escuela. Es más, fumar daba al maestro una prestancia de hombre versado y elegante que hacía a los discípulos desear cumplir años para poder adherirse a tan selecta práctica.
Fueron días novedosos los de aquella semana, lejos de la violencia maternal de doña Visi. Solo Virgilio, su sobrino, la echó de menos por su cese temporal en las funciones de encargado del orden. Ya no hacía falta que nadie apuntara a los que hablaban cuando don Santiago salía un momento hasta el estanco a comprar su paquete de Goya emboquillado, pues todos aguardábamos sentados y en silencio, por ese temor reverencial a su mirada.
Fumé el primer pitillo aquel verano, en los baños del cine, y me sentí como el Bogart que estaba en la pantalla. Durante décadas he fumado sin parar, sin ser consciente de que aquel profesor accidental tuviera algo que ver. Lo recordaba en cambio como aquel maestro misterioso al que no habíamos tenido tiempo de conocer del todo.
Fue hace unos años, esperando el autobús en una parada que no frecuento. Le reconocí a pesar de que sus cejas eran blancas y estaba aún más flaco que entonces. Arrastraba tras sí un carrito que al pronto creí de la compra. Cuando le saludé me contestó como si no hubieran pasado treinta años desde aquel breve encuentro. Me habló de la jubilación, del tiempo, de la edad y, llegado un momento, me señaló la bombona de oxígeno que llevaba tras él, como un testigo mudo y un poco entrometido. “El enfisema, ya sabes…”, me dijo. Y yo, que acababa de prender un Winston, lo tiré tras una breve calada vergonzante, como quien se deshace de algo viscoso o repulsivo. Y hasta hoy.
Don Santiago es mi maestro inolvidable, a pesar de la brevedad de nuestro trato. No en vano estuvo presente en mis pulmones tanto tiempo.
Relato para el concurso de Zenda "Maestros inolvidables"
#MaestrosInolvidables
SACRIFICIO
La señorita Visi era santa y colérica; santa porque era buena y paciente con nosotros, colérica porque a veces hervía de santa indignación. Lo de la santa indignación nos lo decía cuando nos explicaba aquella escena en la que Cristo entra al templo dando zurriagazos a todo zurriburri. Así ella, cuando volvía de despachar con las madres en el vestíbulo y nos encontraba, al que más y al que menos, corriendo por la clase o tirando a los otros bolitas de papel, se transformaba y parecía echar rayos por los ojos, como el monstruo aquel enorme de la peli que luchaba contra King Kong y daba tanto miedo.
A la señorita Visi le gustaba oírnos cantar. “Si no es así no aprenden nada”, nos decía, y nos mandaba cantar la tabla del nueve, y luego las otras en descenso. También, llegado mayo, nos hacía rezar en clase el rosario, con todos sus misterios, gozosos o no, y la retahíla de ora pro nobis que nos sumía en un santo sopor, sobre todo si era primera hora de la tarde.
Visitación Sobrino, que así se llamaba la señorita Visi, tenía, no es broma, un sobrino, y además el susodicho venía a nuestra clase y era el encargado de mantener el orden cuando su señora tía se ausentaba. Virgilio, que así era su gracia, se encaramaba en la tarima y empezaba apuntando a los que hablaban, pero pronto era tal la zapatiesta que inundaba la pizarra con un “Toda la clase”, así torcido, de arriba hacia abajo, para empezar luego a borrar a los buenos. Primero, claro a los amigos, y luego a los que más chillaban diciendo “bórrame” a voz en grito. Así que, el remedio era peor que el mal y se repetían cada día los ataques de santa indignación y las escenas descritas más arriba.
Pero, Visi, tenía también su lado Jekyll y era paciente cuando explicaba los quebrados en la pizarra y cuando escribía muestras de caligrafía para que las copiáramos en nuestros cuadernos de papel milimetrado. Eso sí, le sacaban de quicio los borrones. Entonces aún escribíamos a pluma y era fácil apretar de más el palillero, o cogerlo con una postura inadecuada, y ya estaba allí la mancha oprobiosa que quedaba indeleble, a pesar del papel secante y del intento de rasparlo con la cuchilla del sacapuntas. No había piedad para el infame, que se veía obligado a pasear su delito por toda la clase y a repetir la hoja entera hasta que quedara tan inmaculada como la Virgen María, virgo potens, turris eburnea, mater castissima y demás.
Todo esto hubiera hecho de la señorita Visi una maestra de tantas, con sus luces y sus sombras, sus mieles y sus hieles, sus venga-guapo-que-escribes-muy-bien y sus ven-aquí-cínico-que-te-baldo. Pero lo que de verdad la hizo ser inolvidable fue un aciago suceso. Y es que la señorita Visi pasaba una tarde por el paso a nivel, camino del colegio, y la atropelló el expreso de Irún. Y es que, se supo luego, venía ensimismada porque don Cosme, un profe de Latín del Instituto Provincial de Enseñanzas Medias, la había rechazado. El choque fue brutal y quedaron por la vía dispersos los cuadernos que había estado corrigiendo. Aún guardo una hoja con un manchón de tinta en medio y la sentencia en rojo: “¡¡repetir!!”, mezclada con su sangre.
#MaestrosInolvidables
martes, 18 de enero de 2022
EL DILEMA DE BABETTE
Tengo que cocinar un poco peor o lo arruinaré todo. Porque, dígame, ¿no está deliciosa la bechamel a las finas hierbas con que están hechas las croquetas hoy? ¿Y qué me dice de la bullabesa y la quiche Lorraine de anteayer? Y lo malo es que viniendo de trabajar en el Ritz no me sale cocinar cosas vulgares. Ya, ya sé que estoy de voluntaria y que esto es un comedor social. Y también, que cada vez tenemos más gente adinerada que viene aquí, y hasta se disfraza de mendigo, para probar mis platos. Algo hay qué hacer, ¿pero qué?
Semana XVI de la XV Edición de Relatos en Cadena. Frase de comienzo: "Tengo que cocinar un poco peor o lo arruinaré todo".
viernes, 7 de enero de 2022
EL ABETO
Una noche de diciembre, sin previo aviso, el árbol apareció iluminado en todo su esplendor, como si unos gnomos benéficos hubieran estado trabajando en la sombra durante días sin que nadie se hubiera apercibido. En el barrio, un lugar de los llamados de extrarradio donde los días se sucedían sin grandes penas, pero sin pizca de gloria, todos miraban sorprendidos y comentaban entre sí el extraño fenómeno.
La verdad es que el abeto era enorme y destacaba entre todos los árboles del vivero como un príncipe oriental en su serrallo. El llamado vivero era un sitio cerrado y misterioso, lleno de senderos sombríos entre tilos, acacias y castaños de indias que ocultaban máquinas colosales que a los niños nos parecían monstruos de otro mundo, cuando entrábamos sin ser vistos a ese ámbito prohibido, pero no eran más que las que Obras Públicas empleaba para extender la brea y la grava por las carreteras del contorno.
En el barrio nunca habíamos visto bombillas de colores, eso quedaba para las calles del centro, más allá del puente romano que nos unía y nos separaba de los otros, aquellos que contaban con el favor de los próceres y tenían baldosas de colores en las aceras y una fuente en forma de cascada presidiendo una de las plazas principales. Nosotros teníamos aceras de cemento, con rayas marcadas a cordel que utilizábamos para jugar a las películas o para pintar un lunes con un trozo de yeso encontrado. Por eso los vecinos se hacían de lenguas sobre qué mosca les habría picado a los que mandan para gastarse dinero en iluminar el gran abeto y coronarlo, oh, suprema finura, guinda definitiva, con una gran estrella y su cola consiguiente de cometa.
“Será qué les sobra el dinero”, comentó Chon, la del piso principal, esa que nos pinchaba los balones si teníamos la mala suerte de que se encajaran en su balcón.
“Eso es que nos lo quieren salir con otro impuesto”, aventuró Joaquín, el del bigote a lo Omar Shariff, con ese aire de suficiencia del que aparenta saber más que los demás.
“Vaya tontería, con eso nos quieren contentar. Ya podían arreglar las calles, que están que da asco”. Eso oímos proferir a la Patro, la que tenía gente de pensión y, decían las malas lenguas, huéspedes especiales de los de una noche o solo un rato.
En el barrio la gente era desconfiada y poco dada a agradecer las dádivas sin tratar de mirar debajo de la alfombra por ver si aparecían las vergonzosas barreduras de lo infame. Y es que la gente humilde aprende pronto lo de que nadie da puntada sin hilo, ni duros a cuatro pesetas, y eso hace que reciba los regalos con el recelo del gato escaldado ante el jarro del agua fría.
Cada noche se repetía la misma escena: los vecinos salían a las ventanas, o coincidían en la escalerilla que daba a la avenida, y volvía la cantinela de las frases quejosas o sarcásticas.
En Nochebuena todo el mundo se había ido acostumbrando a las bombillitas de colores y al ramalazo luminoso de la estrella. Los comentarios eran menos frecuentes y empezaron a tender a la benevolencia. “Bueno, al menos se han acordado de nosotros”, decía uno. Y otro respondía: “A lo mejor esto es solo el comienzo”. “Dios le oiga señora Gertrudis”, decía un tercero.
Para fin de año, los vecinos tomaron las uvas mirando desde casa las lucecitas, e incluso algunos se animaron y salieron con los transistores a celebrar las doce campanadas frente al árbol engalanado. “Como en la Puerta del Sol”, dijo al día siguiente el señor Joaquín, el de la tienda, que tenía ya de aquella televisión.
En la noche de Reyes todos los padres y abuelos del barrio, cogieron a sus hijos y nietos de la mano, bien pertrechados de gorros y bufandas que los convertían en irreconocibles enanitos de cuento, y enfilaban el estrecho puente de piedra como un pueblo maldito que hubiera sido expulsado hacia el destierro.
Los niños íbamos ilusionados a ver pasar las carrozas de Melchor, Gaspar y Baltasar, con su fila de pajes con antorchas y caramelos surcando el aire como bandadas de estorninos. En la comitiva iban remolques llenos de enormes y prometedoras cajas, donde anidaban nuestras modestas ilusiones. Y los bomberos con las largas escaleras para, nos decían, poder llegar a las ventanas. Quedaba al final el discurso desde el balcón, en que los reyes prometían juguetes o amenazaban con ese carbón para los niños malos que vendían, qué cosa más rara, en las confiterías.
Y después, el regreso. El pueblo desterrado desandaba el camino, casi en el mismo orden y a la vez, pisando las baldosas verdes, o las blancas, porque pisar las rojas, decía Ramiro, acarreaba desgracias espantosas y hasta cárcel. Así hasta llegar al puente y enfilarlo y ver ya al final las luces vivaces, y…, de pronto, un chispazo, un extraño sonido como de látigo, un zigzag que fue apagando las farolas a ambos lados de la calle hasta llegar al tótem que ya todos sentíamos como propio y hacerlo desaparecer en la negrura.
Al día siguiente todos esperábamos que arreglaran la avería. Pero nadie vino por allí, ni gnomos sombríos, ni operarios con mono azules, ni electricistas orientales con turbantes carmesíes.
“Es porque ya pasó la Navidad”, dijo alguien, “el año que viene lo vuelven a poner”. Y con esa esperanza quedamos, porque creer es fácil si se tienen ganas de creer.
El abeto volvió a ser el arbolón de siempre, y el vivero el lugar prohibido donde nos colábamos, tras saltar la tapia de cantos rodados, algunas noches a deambular por los senderos, a fumar los primeros cigarros y a asustar a alguna chica que, cosa infrecuente, se hubiera atrevido a acompañarnos por aquella tierra ignota.
Relato presentado al Sexto concurso de cuentos de Navidad Zenda.
#cuentosdeNavidad
lunes, 3 de enero de 2022
EL OTRO LADO
“Ahora golpearé la tumba con los nudillos y saldrán. Cuidado, porque al que esté fuera de la alfombra le arrastrarán al inframundo”.
Al abuelo le gustaba contar. Lo hacía con voz cavernosa y gestos graves. Sus nietos le escuchaban entre el placer y el susto en las noches de invierno. Como atrezo empleaba a veces esa arca, donde antes se guardaba el pan, recubierta por una tela oscura.
Una noche de tormenta se fue la luz y, al volver, Quique no estaba. Era el pequeño, nunca más se supo.
El abuelo, aún hoy, repite cabizbajo: “Le dije que no saliera de la alfombra”
ANTES DE LA VERBENA
“Ahora golpearé la tumba con los nudillos y saldrá la señorita que ha desaparecido de la caja”, dijo el mago. Y, en efecto, al tercer golpe se abrió la losa y emergió una señora de edad, delgada, macilenta y con los pelos enmarañados como si despertara de un mal sueño.
“¿Qué hago aquí? ¿Quién es usted? ¿Qué son esas luces?”, preguntó la recién llegada a los presentes.
Tras el primer momento de estupor, surgió una voz entre la concurrencia: “Aurelia, si es la Aurelia”. Y todo fueron aspavientos.
Aurelia volvió a reintegrarse entre los vivos. De Laly, nunca volvió a saberse nada.
UNA OCASIÓN PERDIDA
SESIÓN DE NOCHE
“Ahora golpearé la tumba con los nudillos y la losa se abrirá”, dije con el semblante serio y la voz un poco cavernosa, como convenía al lugar y la ocasión. Pasaron unos larguísimos segundos en que el silencio solo fue interrumpido por el leve ulular del cárabo. Los otros me miraban de hito en hito, con la expresión atónita de los niños ante la hura de la serpiente. Por fin, un ligero chirrido arañó el aire. “Es la verja”, les dije, “mejor dejamos la sesión para otro día”. Fueron desfilando, temblorosos, hurtando sus cuerpos al incisivo haz de la linterna.
Relato participante en la Jornada 14 de la XV edición de Relatos en Cadena. Frase inicial: "Ahora golpearé la tumba con los nudillos"