Tuvo
que ser en Montecarlo, y justo el día más feliz de mi vida. La
condesa de Montigny me había rechazado a la hora del té. Mi mermada
fortuna no estaba a la altura de su refinamiento. Después de esto
solo me quedaba el tiro en la sien. Pero no lo haría aún,
necesitaba un paseo de despedida. Decidí cenar en el Bar Americaine;
una langosta Thermidor puede hacer memorable cualquier vida. Animado
por el champán, acabé jugando en el Casino. Qué tenía que perder.
Jugué pues y, tras varias derrotas, vinieron unas líneas, unos
pares y, mágicamente, ese pleno al 23 donde había puesto todo. Fui
feliz. Con ese millón de francos en mi bolso, mi amada Félicité no
me rechazaría. Corrí a ponerme mi mejor traje oscuro. Sabía que a
estas horas la encontraría en el salón de madame Girardin y allí
fui presuroso. Pero tuvo que ocurrir. La maldición de los dioses en
forma de esta mancha en pleno pecho, como una condecoración para la
infamia. No tuve más remedio que volver a casa y proceder.
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