Al final del pasillo estaba la habitación del miedo. La llamábamos
así porque no tenía ventana y estaba siempre a oscuras. Mis hermanos y yo
jugábamos a ver quién resistía más tiempo sin gritar. Pero nunca conseguíamos
estar más de tres minutos dentro. Justo hasta que sentíamos aquel roce casi
imperceptible en la espalda, la mano de la muerta, decíamos. Por eso no nos
extrañamos cuando, muchos años después, remodelaron el piso y salió en la
prensa lo de aquellos huesos bajo el entarimado.
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